Teniendo en cuenta que la justicia es para el ser humano político como el aire que el ser humano biológico respira, lo primero sería recomendar siempre en primera instancia usar de la justicia institucional intentando para ello evitar la supuesta justicia administrativa en España, una anomalía mundial en el jurismo que permite inútil y obscenamente que la administración pueda ser a la vez juez y parte en la resolución del problema de justicia, colaborando así con un progresivo proceso de corrupción interna desbordante que se cree inmune y, por tanto, impune.
Pero siendo realistas, viendo lo deterioradas que están las instituciones, debido al mal uso que sus representantes hacen de ellas y a que el Poder Legislativo –que debería pertenecer directamente a la ciudadanía pero que está secuestrado permanentemente por parte del ejecutivo y representantes de partidos políticos en ambas cámaras– no hace su trabajo generando leyes que permitan estar seguros de que va a ser fácil e inmediato poder procesar a cualquiera que opte por delinquir en lugar de comportarse ejemplarmente, como se requiere en las instituciones, el único camino que queda es realmente establecerse uno mismo en la justicia que echa en falta y, por tanto, impartirla legal e inteligentemente. Repito: legal e inteligentemente.
¿Cómo es esto?, me preguntan siempre mis amigos la primera vez que me lo oyen decir. Puede parecer a la vez pretencioso e imposible, pero nada más lejos. La mayoría de la gente no se conoce las normas ni el modo de hacerlas valer –de hecho no les preocupa porque no han estado en su educación personal debido a que su Estado no las incluye en los curricula mediante las leyes de enseñanza, como sí hacen otros estados en el mundo– por eso esta opción no es concebida a menudo más que por muy pocos.
El método, aunque es muchísimo más complejo de lo que aquí resumiré ahora, consiste en primer lugar en darse cuenta de, según las normas que en un mundo inteligentemente justo deberían existir, qué tipo de benévola y educacional sentencia merecerían los culpables para que, recibida y asimilada la lección, no les apetezca ya nunca más volver a repetir su felonía, lo que implica en quien vaya a impartir justicia por esta vía un dominio real de lo pedagógico en la psique humana.
En segundo lugar, una vez que esa sentencia de justicia educacional legal, ciudadana y cívica se tiene clara, hay que buscar concienzudamente los medios legales –tanto sociales como privados– para que, de un modo u otro, dichas sanciones fácticas inteligentemente decididas recaigan sobre los delincuentes y sólo sobre ellos, más pronto o más tarde, cuando se lo esperan… o cuando ya no se lo esperan. Porque en este tipo de justicia no hay prescripciones de delitos ni caducidades de procedimientos. La paciencia es una de las mejores virtudes que casan con la verdadera justicia. Incluso se pueden dejar instrucciones para que se ejecuten los actos necesarios una vez muerta la persona que buscaba estos frutos. Por lo tanto…
Si la gente fuera consciente de que este otro método de justicia educadora ciudadana y cívica, completamente legal, se puede también aplicar –y de hecho se aplica diariamente, aunque la gente no implicada no sea consciente– y que es muchísimo más eficiente que la justicia conseguida mediante las corruptas y clientelares instituciones, el mundo sería mucho mejor muy pronto, porque el solo conocimiento de su existencia disuadiría de poder cometer delitos que actualmente se cometen todos los días porque sus delincuentes los tienen tan asumidos en su impunidad que hasta se han olvidado ya no sólo de que lo que hacen son delitos, sino de que lo que hacen no debería hacérselo jamás un ser humano a otro.
Así pues, ¡viva la justicia educacional legal, ciudadana y cívica obtenida por medios sociales o privados justos e inteligentes y ojalá algún día la ciudadanía consiga que pueda constituírse como la verdadera y única institución estatal que no debería verse sustituída nunca si funcionase con verdadera y evidente justicia!
«Aunque originalmente lo esotérico era lo muy especializado y no comunicado más que a aquellos que verdaderamento lo estudiaban progresiva y comprensivamente bajo la tutela de unas determinadas reglas de comportamiento y trabajo que vinculaban a un maestro de esa disciplina especializada con sus discípulos –en oposición a lo exotérico, que era el conocimiento cultural común de la gente–, en la actualidad el concepto de «lo esotérico» se usa nada más que para referir los efectos conocidos de algo cuyos fundamentos reales aún no se han estudiado y, por ello, se desconocen, motivo por lo cual puede llegar a parecer algo mágico o místico. Además, suelen ser cosas que hemos intentado conocer por medios erróneos y han quedado por ello bloqueadas en el proceso, congeladas en caminos extraviados o en desarrollos y planteamientos mal entendidos y totalmente incompletos.
Tal modo de conceptualizarlo en realidad no tiene mucho sentido, porque según esto no existe nada realmente esotérico, ya que numerosas cosas en la historia lo eran en un momento dado y tan pronto como fueron estudiadas dejaron de serlo. Así pues estamos, filosóficamente hablando, simplemente ante el nombre que le damos a una ignorancia provisional que nos aqueja y a la vez nos maravilla y que hemos intentado resolver incluso aunque aún no disponíamos de medios para ello.»
«En nuestro mundo actual, el método científico, que es el que, aunque no nos demos cuenta, seguimos psicológicamente en la elaboración de certezas todos los seres humanos –por eso del estudio de ese proceso se llegaron a establecer las bases del procedimiento correcto en la ciencia–, es el que gobierna todos los ámbitos de extracción y sistematización de conocimiento eficiente con el fin de ser conscientes mejor de la realidad y poder aprovecharla en nuestro beneficio como humanidad.
En este escenario no parece que la filosofía, antigua pariente directa de la ciencia –de hecho el nombre de la ciencia parece haber sido originalmente en los tratados Philosophia Naturalis Scientiae, pero por metonimia terminó por llamársele únicamente con la última palabra—, que le dió origen, tenga ya mucho que hacer, salvo quizá la propia epistemología, que sigue siendo la que determina los mejores caminos para poder adquirir cada vez más un conocimiento más certero en función de los propios avances que en retroalimentación realiza la propia ciencia, epistemología que se ha sistematizado de tal modo que actualmente podría ya ser considerada o bien por derecho propio como una herramienta de la propia ciencia, como lo es la lógica-matemática, o bien como una ciencia del método en sí misma.
En el mundo pragmático actual casi podemos decir que los aspectos antiguamente considerados filosóficos han quedado relegados a los campos que la ciencia habitualmente no estudia por estar ocupada en otras cosas, no que la ciencia no pueda o deba estudiar –como si la filosofía se dedicara ahora a las migajas que deja la ciencia–, y la propia filosofía moderna en su desarrollo académico en nuestros días ha llegado a exigirse a sí misma para su propia certeza de conocimiento –como era lógico y coherente– prácticamente los mismos requerimientos que la ciencia se exige a sí misma –cualquier filosofía moderna que de hecho no lo haga puede considerarse pseudofilosofía, que desgraciadamente abunda mucho más que la pseudociencia–. Nos preguntamos si ha sido más para salvar su puesto académico en el mundo o por una situación de intracoherencia
En este panorama recién expuesto, nos preguntamos si tiene algún sentido plantear como algo realmente útil el estudio de la filosofía de la música como se hacía antiguamente, teniendo en cuenta que existen campos tecnológicos y específicos tan múltiples y desarrollados en la ciencia de la música, la musicología, que hacen que no parezca tener sentido. ¿Son acaso sólo pseudofilósofos los que aún buscan el nicho de la filosofía de la música sólo para sus réditos personales?» [Agustín Barahona]
Véase el posible debate sobre este particular en MC&C.