«Mi respuesta corta es simple: porque para poder valorar algo con admiración uno tiene que poder estar en ese mismo camino aunque sea modestamente.
Es fácil para cualquiera admirar a un deportista porque la mayoría de las actividades que éste desarrolla han sido experimentadas en alguna medida por cada persona en el propio desarrollo educativo institucional e incluso en los juegos y actividades lúdicas desde la más tierna infancia. En cambio… ¿quién tiene la experiencia de saber lo increíblemente difícil que es tocar simplemente de un modo correcto audible un instrumento orquestal de cuerda frotada o de viento?, por poner alguno de los muchísimos ejemplos de pericias necesarias completamente distintas a las desarrolladas en los programas educativos habituales. ¿Quien tiene idea de lo inconcebiblemente plusquam-circense que es adquirir el virtuosismo instrumental en cualquier instrumento musical?
Todo esto por no hablar del analfabetismo cultural y científico de los propios políticos que deberían promocionar los correctos modelos educativos y que además de no saber en qué consiste esto son incapaces de reconocer su propia ineptitud.
Por eso quienes valoramos la música en su justa medida sólo podemos ser los músicos profesionales y las personas que, aunque no dedican su vida profesional a la música, se acercan a ésta para aprender a adquirir las destrezas necesarias con grandes profesionales y pedagogos para disfrutar activamente en su maravilloso mundo, pleno de beneficios en inteligencia y sensibilidad, objetivo en el que poquísimos centros educativos están haciendo maravillas, literalmente, a este respecto. Que afortunadamente los hay.
Pero si estos admirables esfuerzos no se institucionalizan pasando a formar parte de la experiencia y educación general común, no se podrá valorar la música y el instrumentismo en ella en su justa medida –hoy día más identificada, en el mejor de los casos, con la música popular, en lugar de con la excelencia musical como arte–, jamás habrá olimpiadas musicales como las había originalmente en la antigua Grecia a la par que se desarrollaban los juegos olímpicos, y ningún músico vocacional con grandes dotes y talento podrá ya no sólo ser adecuadamente admirado y conducido por su precocidad cuando es muy joven, sino especialmente ser ayudado en su larguísima carrera por su propia nación. Algo que actualmente parece imposible por las dificultades recién mencionadas y varias otras de índole política en las que, de momento, no entraré aquí.»
[Agustín Barahona]
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