«Me resulta simpático que el CIS sea siempre tan descarado y sin vergüenza en su archiconocida cocina. Incluso en el caso que ahora traigo, la distribución de religiones en España (cuyos datos han sido extraídos presuntamente de la desastrada pregunta del Centro de Investigaciones Sociológicas: Barómetro de Enero 2023, página 19. «¿Cómo se define Ud. en materia religiosa: católico/a practicante, católico/a no practicante, creyente de otra religión, agnóstico/a, indiferente o no creyente, o ateo/a?»), donde, entre otras, se toma la libertad de diferenciar a las personas desdiosadas –es decir, aquellas sin dios alguno (a-theos)– con las no-creyentes en ningún dios para hacer así que se vean como dos grupos más pequeños que el de los creyentes en algún dios (estos últimos, según ellos mismos, el 22,1%).
En cualquier caso, los hechos interesantes que de todo esto se desprenden son:
1.- Que junto con aquellos que ni saben del tema ni les interesa (1.9%), el número de personas a las que no les interesa tampoco dios alguno en España es, según esa estadística, el 30,9% (ateos y no-creyentes, como ya expliqué); y si a esa cifra le sumamos los que en realidad no son religiosos porque se dan cuenta del esperpento y el engaño pero temen reconocerlo por diversos motivos psicosociales, como los así declarados católicos «no practicantes» (es decir, que no es que sean católicos que no ponen inyecciones, sino que a pesar de autodenominarse «católicos» no cumplen con los preceptos que la propia religión católica determina sine qua non para poder serlo, es decir, no practican realmente esa religión, aunque lo haga su familia y su entorno de presión social no les permita declararse abiertamente no-creyentes) es del 65,5%. Es decir, objetivamente, unos dos tercios de la población total.
2.- Que si sumamos los que declaran ser religiosos con los que declaran ser agnósticos –es decir, con los que también afirman que quizá puedan ser posibles cosas manifiesta, ontológica y lógicamente imposibles, y en nuestro tiempo ya sin soporte racional alguno (lo que los califica de inmediato como creyentes escondidos tras esa etiqueta y cuyo entorno de presión social no les permite declararse abiertamente creyentes)– los que aceptan la posibilidad de existencia de dioses son el 34,5%. Es decir, el tercio que nos faltaba.
3.- Que me da la impresión de que, lamentablemente, el CIS no tiene modo humano de demostrar que su estadística es honesta. Por lo que lo que hace en realidad es simplemente pedirnos una candorosa y religiosa fe en que sus datos son correctos.
4.- Que, finalmente, cualquier estadística hecha por grupos internacionales que verifican que sus encuestadores no estén sesgados por creencia o religión alguna es mucho más fidedigna, a priori incluso.
5.- Que el CIS tiene de científico lo que yo de obispo (nada, para los que no me conozcan)
6.- Que las únicas estadísticas fiables no son jamás las anónimas, sino aquellas de las que los informadores pueden responsabilizarse y, simultáneamente, aquellas que dan fe de que los informadores son todos los informadores posibles.
7.- Que por eso mucha gente en España trabaja con estadística propia de la que sí puede dar cuenta demostrativa, por lo cual se concluye que entre todos estamos pagando el CIS de un modo absolutamente absurdo, perjudicial y, además, prescindible gubernamentalmente.»
[Agustín Barahona]
«No es cierto que, como Paul Davies afirma erróneamente, toda la empresa científica esté construida sobre la suposición de la racionalidad de la naturaleza (1). De hecho nuestro propio concepto de racionalidad está construído desde la naturaleza misma desde los mismísimos primitivos psicológicos.
Davies muestra en su afirmación no haberse tomado el tiempo para reflexionar precisamente sobre el principal aspecto gnoseológico aquí, es decir, cómo hemos adquirido nuestra racionalidad, nuestras herramientas para medir el mundo, y que precisamente esas herramientas se han derivado del propio mundo, es decir,
1.- de nuestra observación de sus regularidades hasta llegar a procesos de inferencia, que llamamos racionales, extremadamente complejos, pero siempre basados en la experiencia segura de esas observaciones originales que substancian primigeniamente todo nuestro saber, y
2.- de nuestra necesidad de evolucionar cerebralmente dentro de los ceñidores y filtros creados por la propia selección natural.
Supongo que si nuestras herramientas para medir el mundo fueran de cartulina, por muy repleta que estuviera de complejísimos origamis papirofléxicos que sobre ella hubiéramos desarrollado, no nos asombraríamos de saber que el mundo estuviera hecho también de cartulina y que nuestras herramientas hubieran sido troqueladas a partir de él.
Por eso no es que el universo sea racional sino que
[Agustín Barahona]
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Nota 1: Davies, Paul, La mente de Dios, p. 162.
«Si realmente nos paramos a pensarlo muy despacio y tenemos en cuenta todo lo que hasta ahora conocemos no ya del universo, sino de cómo funciona la realidad, es muy difícil, si no imposible, poder contestar afirmativamente a la pregunta del título de esta entrada. Uno pensaría entonces lo que todo ser humano ha pensado cada vez que se ha enfrentado a este mismo problema: ¿y dónde queda entonces nuestra sensación de que en realidad somos libres?
Pensemos que cualquier combinación de elementos que fuera necesaria o esencial para que algo en concreto se produzca requiere exclusivamente de ese mismo número de elementos para que el efecto del sistema sea exactamente el mismo en su propia identidad. Y simultáneamente sabemos que hay cosas intrínsecamente imposibles.
Pero –podríamos contestarnos resistentemente a nosotros mismos– nuestra sensación de libertad no es sólo una sensación, sino que en la práctica diaria vemos que tenemos a nuestra disposición una aparentemente infinita gama de posibilidades para elegir, posibilidades que son precisamente las que nos dan esa sensación de que la libertad existe. Pero ése es precisamente el quid questionis, simplemente nos la dan porque no conocemos, o no tenemos en cuenta, que la gama de posibilidades para conseguir algo no es, ni puede ser nunca, infinita, precisamente por lo que decíamos en el párrafo anterior de esta reflexión.
Incluso aunque las posibilidades para cada posible consecución fueran muy grandes en número, del orden de 10 elevado a 100 –un uno seguido de cien ceros– estarían predeterminadas por tratarse de cosas que ya están en el universo, incluídas las regularidades que las gobiernan y que llamamos leyes, y por lo tanto, todas las posibles combinaciones, eficientes o no, ya estarían predeterminadas.
En consecuencia, nuestra sensación de libertad es sólo una ilusión producida por nuestra ignorancia de cuántas y cómo son las posibilidades reales para conseguir algo, y, a la vez, por nuestra ignorancia de cuáles son las únicas cosas posibles en nuestro universo. Todo ello está preconfigurado, prelimitado por las propias cualidades inherentes a la materia que constituyen sus propias regularidades y posibilidades de relación, las conozcamos todas o no, y, por tanto, amigos, me temo que nuestra realidad es determinista.
¿En dónde pues estaría la verdadera «libertad»? Precisamente en saber que el universo es determinista y en conocer todas sus posibilidades para formar y conformar las cosas, pudiendo dentro de estos caminos posibles predeterminados elegir el nuestro, incluso aunque sepamos que algo hace que esa posible elección esté igualmente predeterminada dentro de un conjunto posible de elecciones predeterminadas y cuya última selección puede haber sido realizada dependiendo de niveles de variaciones de elementos micrométricos de la realidad con influencia pertinente –teoría del caos– aparentemente inmedibles en estos momentos.
No existe ni puede existir ningún tipo de libertad, aparentemente ilusoria o no, sin un verdadero conocimiento de la realidad.»
[Agustín Barahona]